La Palabra del Padre nos habla del Padre, en el Hijo, por ministerio del Hijo. Y esa Palabra del Padre engendra hijos, comunica “la divina regeneración”; así, de corrido, como hace de los hombres hijos de Adán, hijos de Dios: “a los que creen en su Nombre les dio poder ser hechos hijos de Dios”.
Estas páginas demuestran que el sentido literal genuino, oculto bajo velos simbólicos en la parábola del sembrador, es: la divina regeneración. Y que a su vez, como lo dice el Señor, esta parábola es la clave de interpretación de todas las parábolas y sin la cual no podrían comprenderse: “Si no entendéis esta parábola ¿cómo podréis entender todas las parábolas?”.
Las parábolas aluden, pues –desde distintos ámbitos simbólicos– unas al origen, otras al desarrollo de esa divina regeneración. Unas aluden a la divina regeneración en su causa y origen; otras aluden a los frutos que permiten reconocerla; otras aluden a lo que comienza como una pequeña familia de hijos, que aumenta por sí misma de día y de noche, y que habiendo comenzando por el tamaño de un grano de mostaza, crece y se transforma en un pueblo de hijos, una nación santa, una nueva Jerusalén, es decir: aluden a la Iglesia, a la comunión de los santos, a una nueva sociedad divino-humana sobre la tierra. Por fin, las parábolas del retorno del Señor, aluden a la posibilidad del fracaso de la
iniciativa divina, debido al descuido por parte del hombre: al menosprecio, al desinterés o al rechazo, del don de la vida divina.
La divina regeneración es el misterio central de la revelación cristiana. Muy presente en el primer plano de la conciencia de los fieles de la Iglesia en Oriente, no lo está en la de los fieles de Occidente. Recuperar y poner la vida cristiana como divina regeneración en el primer plano de la predicación y de la conciencia de los fieles, es el más poderoso antídoto contra los errores gnósticos, arrianos y pelagianos.