El término “misericordia” (hesed en hebreo, eleos en griego) recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento en dos contextos y con dos significados distintos, si bien interdependientes. En la primera y original acepción indica el sentimiento que Dios tiene por sus creaturas; en la segunda acepción implica el sentimiento que las creaturas deben albergar unas por otras.
Esta obra trata, por ende, de la misericordia como don y de la misericordia como deber; es más, como deuda. Por lo tanto, en la primera parte se reflexiona sobre la misericordia de Dios, sus manifestaciones en la historia de la salvación y en Cristo, y los medios gracias a los cuales nos llega en los sacramentos de la Iglesia.
La segunda parte se centra en el deber de ser misericordiosos y en las “obras” de misericordia; en particular, el deber de la Iglesia y de sus ministros de ser misericordiosos con los pecadores, como lo fue Jesús.
La conclusión es que la misericordia —de Dios hacia los hombres y de los hombres entre sí— es lo único que puede salvar al mundo. Lo importante, sin embargo, no es limitarse a hacer muchos discursos que giran en torno al misterio, razonando sobre él, sino ser capaces de penetrar en su interior.